12 de enero de 2018

El discurso político en la televisión y el cine


Tiempo estimado de lectura: 5 min

Postman sostiene en Divertirse hasta morir: el discurso público en la era del "show business” que “los filmes, los discos y la radio están dedicados al entretenimiento de la cultura y sus efectos en la alteración del estilo del discurso norteamericano no son insignificantes. […] Nadie va al cine al cine para enterarse de la marcha de la política gubernamental, o de los últimos progresos de la ciencia” (2001: 96).

El discurso político en el cine

Pues bien, puede que nadie vaya explícitamente al cine a informarse de forma ortodoxa, sin embargo, sí recibe una cantidad pasmosa de información, es por ello que en las sociedades contemporáneas el cine se ha convertido en un elemento más de estudio, crítica y análisis histórico, político y sociológico. La capacidad de este arte para ilustrar la cotidianeidad en movimiento –hecho que lo distingue de la pintura o de la escultura– ha sido explotada desde sus orígenes. Ejemplos de esto los hallamos en las primerizas obras de los hermanos Lumière, testimonio vivo de la realidad de finales del siglo XIX. Esta circunstancia, como afirma Peter Burke (2001: 11), ha dado pie a los historiadores a utilizar la imagen como parte importante de sus métodos de investigación:
“Durante la última generación, los historiadores han ampliado considerablemente sus intereses, hasta incluir en ellos [...] la historia de las mentalidades, la historia de la vida cotidiana, la historia de la cultura material, la historia del cuerpo, etc. No habrían podido llevar a cabo sus investigaciones sobre estos campos relativamente nuevos, si se hubieran limitado a las fuentes tradicionales, como, por ejemplo, los documentos oficiales producidos por las administraciones y conservados en sus archivos.Por ese motivo, cada vez más a menudo se están utilizando distintos tipos de documentación, entre los cuales, junto a los textos literarios y los testimonios orales, también las imágenes ocupan un lugar”.
No cabe duda, pues, de la relevancia e influencia del cine en las numerosas transformaciones que han sufrido tanto las sociedades del siglo XX como las ciencias sociales que han tratado de explicar las mismas. Sin embargo, con la aparición de las primeras cintas fantásticas de George Meliès o Segundo de Chomón, y las transformaciones narrativas introducidas por cineastas de principios de siglo como Edwin S. Porter, pronto nos hallamos ante un cine menos contemplativo o documental, y la narración de ficción gana peso dentro de la reciente industria. Esto hace, como bien apunta Rollin (1987: 15), que debamos plantearnos la validez de un arte cada vez menos realista y más subjetivo:
“Cuando se sitúa ante la producción cinematográfica en tanto recurso y fuente el historiador ha de plantearse cuestiones de la siguiente índole: ¿cuál es la interacción entre el mundo contemporáneo y la naturaleza cinematográfica?, ¿qué relación existe entre el cine y la narración histórica?, ¿en qué manera consideramos posibles los films históricos?, ¿qué se entiende por un film histórico?, ¿puede el cine no-histórico, el convencional o de ficción, construir la Historia? Y, finalmente, ¿está el historiador en condiciones de aceptar la narración cinematográfica como narración histórica?”.
Y es que, el cine otorga la capacidad a sus creadores de lanzar un mensaje ideológico a todos aquellos que lleguen a ver su obra. El poder de las imágenes es tan fuerte que se convierte en una suerte de arma y el investigador debe tener esto muy presente al estudiarlo como fuente. La explicación al respecto de T. Adorno (2007: 38) es muy clara:
“El cine es una mezcla de drama y novela. Como drama, el cine se compone de escenas, diálogos, pocos movimientos de cámara, colocando al espectador ante una situación dada, cuyos precedentes apenas son esbozados y que aboca a una intensa acumulación de emociones. Como novelas, es una sucesión de planos más o menos cortos, relacionados por su contenido, que fragmentan el espacio, el tiempo y la acción principal en una miríada puntos de vista, contiguos aunque no entrelazados. Esta sucesión, esta yuxtaposición de planos, le otorga un fuerte carácter discursivo, aún más informativo, documental. Sin su elemento dramático, el cine aparece como un reportaje en el que el espectador no sería capaz de congeniar con ninguno de los protagonistas de la trama. Sin su elemento épico, el cine pierde sus funciones mitológicas, deja de transmitir los modelos de conducta, las pseudoexplicaciones, la normalización implícita.”
Todos sus elementos, pues, se conjugan –o al menos, pueden hacerlo- para generar un discurso audiovisual de marcado carácter político. Y sus características concretas hacen necesario un amplio conocimiento del mismo en el momento de someterlo a estudio:
“El supuesto “realismo” del cine condensa la vida de una persona en hora y media, una batalla en dos y el nacimiento de una nación en tres. Para ser “real”, el cine tiene que comprimir los significados, mostrar comportamientos idealizados y engranar diálogos imposibles de sostener en la realidad.” (Luna, 2009: 9)
Siendo así, es evidente que en el cine se hallan numerosas “trampas” que cualquier analista debe tener en cuenta al iniciar un estudio, pero que sin embargo generan en sí mismas una realidad –la del autor y su contexto– que también forman parte del estudio. En otras palabras, todos aquellos elementos que alejan al cine de un discurso objetivo sobre la realidad de un tiempo y un contexto determinados –su componente discursivo, ideológico y subjetivo– presentan a su vez una realidad mucho más compleja y completa, por lo tanto, mucho más cercana a la realidad de unos hechos y un tiempo que cualquier elemento historiográfico clásico, ya sean documentos o periódicos, y además en formato audiovisual.
Tanto es así, que a mediados de los años noventa surge el término Cinemoeducation, acuñado por Alexander Hall y Pettice (1994) para referirse al uso de películas en el ámbito de la educación. ¿Qué es la educación sino la recepción y asimilación de información? Las películas proporcionan una modalidad única para educar, como demuestra el estudio realizado por Raingruber (2003), donde se examinaron 11 estudiantes de enfermería de postgrado, que revelaron que las películas son eficaces en la promoción de la reflexión, producen o despiertan emociones y empatía, y son una buena forma de presentar dilemas éticos.
Preconizar el medio escrito es asumir la completa complejidad de la política como un ámbito al que se accede única y exclusivamente mediante el raciocinio, un argumento peligroso, puesto que puede degenerar en una suerte de clasismo intelectual que se presupone indeseable. La política es racional, por supuesto, es inconcebible el estudio de la ciencia política carente de raciocinio, sin embargo, éste es un componente necesario pero no suficiente. Para la comprensión de la realidad la ciencia política analiza fenómenos como el nacionalismo, el sentimiento de pertenencia a una clase social o la aversión a la desigualdad y todos ellos poseen un componente emocional, de valores o no racional.
En concreto para el discurso, cuyo objetivo es transmitir y legitimar unos valores, el cariz emocional de la vía audiovisual se presenta como una herramienta, no una prostitución de la pureza del mensaje. Una herramienta no imparcial si así se quiere, dado que una explotación sobredimensionada de los rasgos no racionales acaba por prácticamente erradicar la lógica y hace caer notablemente el nivel intelectual del mensaje. Mas, esas son las consecuencias negativas a evitar puesto que son posibles, en ningún caso inexorables. En cambio, si analizamos sus ventajas encontraremos en el canal audiovisual un complemento para la transmisión del mensaje que lo potencia de forma significativa.

El discurso político en la TV

Postman no centró su atención en el cine durante su obra Divertirse hasta morir: el discurso público en la era del "show business” (2001), sacrificándolo en pro de la televisión, por lo que parecía inevitablemente necesario abordarlo aquí. No obstante, su lectura del discurso público enmarcado en términos televisivos es excelente. La identificación de rasgos de continuidad y fragmentación son más que pertinentes.
Dentro del formato televisivo existe fragmentación en cuanto a la programación, los programas empiezan y acaban acorde al tiempo destinado a ellos, a pesar de que el ritmo de desarrollo del contenido sea distinto, la hora marca el final sin concesiones aun quedando inacabado el programa en cuestión. En consecuencia, el ritmo que imprimen los moderadores y guionistas de los programas provoca una sensación cercana al atropello, dando fin a intervenciones y secciones de forma artificial intentando mantener en todo momento la atención del espectador, provocando en éste una actitud pasiva y la comodidad de no requerir esfuerzo a la hora de concentrarse en aquello que ve. En este sentido la fragmentación es una consecuencia necesaria para mantener en todo momento tensa la vinculación del espectador para con los estímulos, sin dejar espacio a la reflexión, la discusión y finalmente la conclusión.
Del mismo modo, la fragmentación está presente en la parrilla televisiva donde se preceden programas muy diversos interrumpidos durante y entre ellos por anuncios igualmente dispares entre sí. Sin embargo, dicha fragmentación se hace compatible con una continuidad latente; no existen un inicio y un final generales para televisión, se presenta como un continuum de 24 horas al día 7 días a la semana que presenta patrones recurrentes e inmóviles durante muchos meses (lo cual es una eternidad en términos televisivos). Pero lo realmente importante si hablamos de continuidad es la línea común de discurso político, de ideología como sistema de valores, presente a lo largo y ancho de la parrilla televisiva, hay un denominador común para todos los programas, series, películas y anuncios. No conlleva un esfuerzo excesivo identificar comportamientos sexistas, homófobos o racistas en todos y cada uno de estos tipos de subproducto. Podríamos identificar el comportamiento del medio televisivo en una metáfora simple pero muy gráfica, si la televisión fuese el océano estaría compuesta por las mareas cambiantes de la superficie, el movimiento errático de las olas homologable a la fragmentación, y las corrientes marinas, movimientos de agua más fuertes que se esconden en el fondo al igual que la continuidad de la carga ideológica que se esconde en los patrones de conducta del contenido televisivo.
Ahora bien, la discrepancia proviene de la caracterización de la televisión, Postman sostiene que ésta nace con un fin y su forma está supeditada al mismo, por lo que todo mensaje con voluntad de aparecer en televisión queda impregnado o deformado por los valores y forma televisivos. Mas, cae innegablemente en la lógica inductivista, dicho de otro modo, si bien es cierto que hasta ahora ha sido así, el paso de los hechos observados al supuesto general planteado es infundado, nada hace pensar que la televisión es como la conocemos por naturaleza y ésta es inmutable. Él mismo apunta que “la televisión encontró en una democracia liberal y en una economía de mercado relativamente libre, un clima favorable para la explotación de todas sus posibilidades como tecnología de la imagen” (2001: 90), lo que no es otra cosa que un factor coyuntural; el cambio en la democracia liberal y la economía de mercado podría implicar, de forma totalmente plausible, un cambio en el formato televisivo que salve las consecuencias negativas que apunta el autor. Ergo, éstas no están asociadas al formato audiovisual o a la televisión per se, sino que lo están al formato audiovisual o a la televisión dentro de los parámetros marcados por la ideología hegemónica.

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